lunes, 22 de abril de 2024

El colibrí.

Para la Prima Chicle, con todo el amor.

En el mundo hay pocos. 
Las personas los buscan, los acosan, los persiguen. Hacen de todo para poder, al menos, observarlos.

Los miran de lejos, pequeños, dulces, suavecitos y brillantes, muy brillantes. 

Ellos, en su ignorancia vuelan por ahí, aleteo tras aleteo, sin detenerse, ocupados en sus asuntos de pajaritos que beben néctar.

Pero hubo un día, en el que existió uno muy especial, porque era mágico. Brillaba como el oro puesto al sol. Su luz iluminaba todo alrededor, y al tocar alguna superficie, ésta, por ese instante, se tornaba del mismo color dorado del ave.
¡Era un espectáculo maravilloso!

El colibrí volaba de aquí para allá, pegaba el piquito a una flor y ¡pum! La flor se tornaba dorada, llena de destellos, como en un sueño increíble. Un evento de milésimas de segundo.

Un día, un campesino amable lo encontró. 

Volaba entre azahares, blancos y dorados, rapidito, ocupado en aprovechar el jugo de tan aromática flor. 

¡El hombre quedó tan impresionado de su belleza, de su esplendor, de su magia! Y deseó poseerlo, para poder, al menos, tocarlo por una vez.

Puso miel y semillitas, día tras día. Primero, en su ventana. Después, en un platito. Al final, en su mano.

Y el colibrí llegó. 

Al ser tocado por él, el campesino brilló, ¡brilló! Y la sensación de su cuerpo fue de sol tibio, brisa en el rostro, muerte chiquita, olas del mar. Todo junto. Era la sensación más increíble que jamás había sentido en su vida.

Lo sujetó. Quiso atarlo, dijo amarlo. Lo metió a una jaula de cristal con una varita de diamante y con comidita especial. Seguido iba y lo tocaba, fascinado por su belleza y su capacidad de hacerlo brillar y sentir como ninguna otra cosa jamas. 

El colibrí, comía, volaba y veía todo alrededor, pero sentía que algo no estaba del todo bien. Quería salir por la ventana y subir a la copa del árbol de enfrente, pero chocaba con algo duro e invisible. Al principio, no lo había notado, pero ahora, por más que intentaba, no lo lograba. 

El hombre venía y lo tocaba, pero a veces, por querer forzarlo, lo lastimaba. Él ya no quería ser tocado, ya no quería miel ni semillas. Quería salir. 

Su brillo iba atenuándose poco a poco. 

Un día, el campesino llegó cansado de sus afanes. Frustrado e incapaz de encontrar una mejor solución, buscó al colibrí. Era lo único que lo hacía sentir bien e importante. Aunque cada día era menos efectivo. 

El ave, en su jaula de cristal, había perdido la esperanza. Apoyada en el pequeño domo, estaba decidida a dejarse morir. 

Vio al hombre acercarse y mirarlo con enojo. Sabía lo que pasaría. 

La jaula se levantó, la mano se aproximó y le tomó con firmeza. El colibrí, sin luchar, esperó a que todo pasara pronto. Pero, sin esperarlo, el campesino cayó al piso y la mano lo soltó. 

Al principio, no supo qué sucedía, estaba confundido. Y un momento después, algo se encendió dentro de él. Nuestro pajarito miró alrededor a la ventana anhelada, y aunque su patita estaba rota, voló. 

Voló como pudo, con todas las fuerzas de su alas. Decidido a morir también, pero a hacerlo volando. Y salió. 

Afuera, todo era oscuridad y frescura. Incertidumbre. Grillos cantando canciones de ensueño y el olor húmedo de los árboles en abril. Estrellas, y al mirar bien, ese árbol qué tanto anheló alcanzar. 

Pero fue un colibrí sabio. Voló con cuidadito de no tocar nada. De no dejarse ver. Se alejó suficiente de aquel lugar y entonces, en el hoyito de un árbol, reposó. 

Amaneceres pasaron, y el ave sanó. Sus plumitas volvieron a brillar y recuperó su candor, su brillo, su poder.  Salió del hueco aquel y emprendió el vuelo a lugares más verdes, más lejanos. 

Sigue haciendo brillar todo lo que toca. Sigue dándole alegría a lo que con él coincide. Continúa su vuelo sin rencores pero con la sabiduría de saberse suyo, de nadie más. Ahora es consciente de su magia, de su fuerza, de su esplendor. 

Afortunados son los que con él coinciden, los que le observan. Muchos le buscan, dicen amarle. Pero es bien sabido ya que el anhelo desmedido hace del amor una codicia que corrompe y vulnera. Qué corta y atrapa. Nuestro colibrí lo sabe también. 

¿El campesino? Despertó. Lleno de ira y frustración, de dolor por haberlo perdido, lloró. Lloró amargamente y lo buscó. Pero después de un tiempo entendió que no volvería. 

Porque las cosas maravillosas sólo pasan una vez, nunca de la misma manera. Aquel campesino llevó en su recuerdo aquellos días en que se sentía el dueño de toda la magia del mundo. Y atesoró esta historia, para siempre. 

miércoles, 6 de marzo de 2024

Manzana

Esta es la historia de una manzana.

Fresca, redonda y chapeteadita. De esas de temporada que, aunque tal vez no pasen la verificación para ser exportadas como Washinteras, son suavecitas por dentro y muy dulces.

Sus amigos, apio, pera y banana, la acompañaban, la aconsejaban y disfrutaban su tiempo con ella. Pero había un problema: ella sentía que no encajaba.

Entristecía porque no era tan olorosa como su amigo apio, alto, delgado e imponente.

Se preocupaba porque sus curvas no eran tan pronunciadas como las de pera, a quien toda envoltura le quedaba espectacular.

Trataba de ser tan alegre como banana, con ese color tan brillante y ese ritmo bailador que sólo tienen aquellos que vienen del clima cálido. 

Días enteros fue la lucha de manzana por parecerse a sus amigos. Por ganar altura, delgadez, color, estilo. A veces creía que lo lograba. Por momentos se veía al espejo y se notaba mas verde, más alta, un poco más interesante. 

Ella, toda manzana, era maravillosa y no lo sabía. 

En su lucha por 'mejorar' en sí misma, el tiempo se le fue.
Y un día nublado, notó qué en su roja y brillante piel aparecía una pequeña mancha color marrón.

Dolía un poco y olía raro. 

Y anheló, ya no ser como sus amigos. Sino volver a ser ella, sin esa mancha rara. 

Su lucha había cambiado. 

Pomaditas, etiquetas, hasta un capacillo. Lo que ayudase a disimular servía. 

El tiempo seguía pasando. 

Y, un día, harta de luchar, se rindió. No. No dándose por vencida, sino aceptando con amor que era una manzana. Aceptando su manchita. Cuidándose para mantenerse un poco más de tiempo en las mejores condiciones posibles, disfrutando de su propio olor, viendo su rojez. Amándose.

Se puso derechita en el frutero, con su lado más brillante a la vista, se alegró de existir, y su corazón saltó de alegría cuando, en el momento oportuno, una mano la tomó, una boca la mordió y una voz se escuchó:

- Es la manzana más sabrosa qué he probado en mucho tiempo, redonda, chapeteadita y dulce. ¡Tan suavecita por dentro! 

¿La manchita? Ni se vió. Y sólo el centro de ella quedó, para que con sus semillas, un manzano pudiera un día crecer, y dar muchas que, como ella volverían a repetir esta historia. 

domingo, 25 de febrero de 2024

La vagancia

Katrina Pepina divaga.

Es una afortunada pestañista que hace cejas y estira cueros. En eso se ha convertido. Trabaja de once a siete, de lunes a sábado. Su personaje por estos días es una mujer talla chica de cabello rubio, tacones altos, ropa negra y vestidos, varios vestidos.

Dientes derechos, cordialidad y socialización digital son sus atributos públicos.

Pero su familia la conoce más. Es una niña con cara de señora, mente atormentada, adicta a la ropa igual pero de diferente color y al pan. Dependiente de abrazos de su marido, reñidora e insolente. Madre a ratos y mala ama de casa. Amiga exigente y poco disponible.

Dura, dura consigo misma como el peor entrenador con sus pupilos, condescendiente con el mundo y necesitada de aceptación. 

- Es un bonche de ternura, - dicen quienes le conocen poco.
- Es un alacrancillo rosa, - dicen quienes le conocen más. 
- Soy las dos cosas - dice la qué dice conocerse. 

Está aprendiendo a amarse, a aceptarse.
Ahorita va en el paso de autocuidarse y protegerse. De no quedarse encuerada para vestir a los demás. 

- Y me va saliendo poco a poquito. - Nos cuenta la mencionada. 

Quiere ser un buen ejemplo. De lo que no se debe de hacer, y de lo que sí. Dicen por ahí que todos somos sabios en nuestra propia opinión y solemos creer que el camino que recorrimos es el mejor, para poder justificar nuestras decisiones. Así anda ella. 

Según sus cuentas, va más o menos a la mitad de su vida. Ojala menos que más. Para que tenga tiempo de seguir aprendiendo y sea cada vez más humilde y menos mula con Escorbuto, que se ha llevado la lotería con todo y piedritas. 

Anda buscando la paz. Abajo de la cama, en la iglesia, en el gimnasio, en la chamba. Pero siempre la encuentra en una tarde de película y pizza con Cache y Escorbuto. En una caminata por la placita de afuera de su casa al atardecer. En una caricia a Godofredo Panecito Astronauta (el chulillo de la casa), en una risa a carcajadas con la Prima Chicle y la misteriosa Chica del Nombre Muy Largo. 

En sus lágrimas. Qué corren todos los días por variopintas cosas, a veces dignas, a veces no tanto. En su música positiva y medio jacarandosa, en el aire frillito que le da en el rostro cuando corre. En los ojos rasgados de la sobrina Mechitas y la palabra 'tatuyo' (plátano, para los ignorantes) qué menciona La Niñita Chapetes a sus tres años. 

Viene a ratos, y se va. Como la vida, como el día, como todo cuánto existe. Como ella un día. 

- Qué chulada es vivir, aunque a veces toque llorar. - Dijo la nunca sabia pero siempre opinadora muchachita en cuestión.